La miraba yo cuando estaba en aquel río entre las montañas de Jarabacoa, lavaba su pelo como si entre ellos pasara vida, desenredándose con sus dedos y untándoselos con aceites y mascarilla de aguacate, su largo pelaje y su bendita desnudes robaba mi aliento. Me escondí a ver a aquella ciguapa que se bañaba tranquila e inadvertida de ojos intrusos, pero los míos le veían sorprendidos porque me apartaron de mi camino a casa.
No sé que me delato, si mis pensamientos o mis latidos, pero sus ojos verdes conectaron con los míos haciendo que mi mente retratara ese paisaje por siempre en mi memoria.
Aunque luego de que nos dijéramos tantas cosas sin poder abrir la boca, aquella morena hecho a correr de una manera tan ágil como a nadie he visto jamás. Brincaba entre las grandes piedras mejor que cualquier atleta y de manera tan salvaje, pero tenía una gracia el verla en pleno vuelo con aquellos rizos al viento, perdiéndose entre las matas como si se mezclara con la naturaleza y se guiara de las hojas a las raíces, volviéndose nuevamente en un mito.
Volví a la realidad unos segundos después, cuando mi primo me gritaba desde lo alto de una pequeña loma detrás de mí, mi madre había hecho un sancocho y que llamaba a por mí. Aquella ciguapa de pies invertidos lo había visto solo yo, aquello era el mejor regalo de cumpleaños, y juré celosamente llevarme ese secreto hasta la muerte.
Al otro día, fuimos de noche mi primo y yo en nuestros motores a bebernos un pote de ron y compartir con los amigos, y entre la gente vi unos ojos verdes que me seguían entre la gente, aquella ciguapa ahora tenía un largo vestido y estaba peinada delante de mí.
- ¿Me vas a dejar seca?- me pregunto acercándome su vaso para que le sirviese un trago.
Entre la perplejidad y el orgullo ajeno por los timbales de aquella princesa quisqueyana. Le sirvo el trago de ron llevándome del juego, hubo una complicidad afirmada y sellada por nuestras miradas, pues ella sabía que yo sabía, yo sabía que me reconocía de esta mañana y le vi a flor de piel entre las aguas frías del río, como si un trago balanceara el que me haya disfrutado de unas curvas igual a la guitarra que tenía en mi habitación, como si olvidara que he visto lo más hermoso de este planeta.
Hablábamos sentados uno al lado del otro en aquel parque, me olvidé de la hora y de mi motor, de mi primo y cualquier otro pasado amor, entre los tragos y unas empanadas que vendían cerca nos contamos la vida.
Le veía mientras me hablaba, esos labios color miel atravesaban mi mente mientras se movían con entusiasmo, el contacto ligero de nuestras piernas me tensaba el cuerpo, no sé si también lo sentiría igual, pero volví a mis tiempos de niñez cuando era tímido con las chicas, inexperto y emocionado, a la expectativa de conseguir el primer beso, no ser aburrido y perderla.
Me sonríe brevemente, me pregunto si sabría que ya su nombre está escrito en la parte de atrás de mis cuadernos, que la vislumbro acostada junto a mí en alguna playa lejana, que aprendí a mencionar su nombre con cariño disimulado, si podría leerme la mente.
La ciguapa de los pies invertidos también sabia leer mentes, al parecer, o acaso en mi cara se podría ver la desesperación que me acarreaban sus verdes ojos, pero así como ella fue la que inicio nuestra conversación, así tomo iniciativa y jalándome del cuello de la camisa me acerco para besarme los labios.
No había dulce de coco tan dulce ni mango tan rico como el sabor de aquellos labios miel, nos devorábamos con hambre y nuestras lenguas bailaban en sincronía, una salsa sonaba fuertemente en el fondo, erizando los pelos de mis brazos que resonaban sensiblemente con el bajo de las bocinas, rítmicamente palpitando mi corazón, haciéndome temblar.
Hubo movimiento rápido y la gente comenzaba a irse del parque, se tiraron los monos y comenzaban a llevarse a las bocinas y a la gente. La princesa quisqueyana me graba su número de teléfono en el celular y me despide con un beso tierno antes de correr también, pues los monos ya iban cerca de nosotros. Enciendo mi motor y como en película de acción acelero y los pierdo rumbo a casa, con el número de una princesa, un beso, y la prueba latente en mi pecho de que era real.
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